jueves, 22 de octubre de 2009

La época de la muerte de Dios



LA ÉPOCA DE LA MUERTE DE DIOS
Leandro Pinkler*


1) La muerte de Dios y el fantasma de la libertad

“Si Dios no existe, todo está permitido.”


Esta expresión de Dostoievski se encarna en Kirilov –un personaje de su novela Los demonios– encerrado en el dilema de su conciencia que afirma: “Si no hay Dios, yo soy Dios […]”. Y como magnífica manifestación de tan poderosa autonomía, Kirilov se suicida en virtud de una consecuencia lógica de la aplicación de su libertad. Este texto de Dostoievski, quien ha sido una de las fuentes inspiradoras de Nietzsche en su último período, contiene claves para entrever cuál es la situación del ser humano en una época en la que “todo está permitido”. Desde el Iluminismo dieciochesco pasando por las influencias del historicismo materialista hasta el reinado total de los medios de información tecnologizados que crean la opinión pública, la desacralización de la existencia ha crecido hasta tal punto que la creencia en el progreso se ha constituido en la perspectiva desde la que todos los procesos de transformación de las sociedades se han interpretado como una ininterrumpida liberación. Sin embargo, esta supuesta emancipación manifiesta, en realidad, la soberanía de un tipo de mentalidad que se ha hecho carne en el hombre actual .Y como ciertamente nos convertimos en lo que pensamos pero nos olvidamos de dónde han surgido estos pensamientos que creemos nuestros, hay que volver a las ideas de Nietzsche porque él fue el primer crítico genealógico de las creencias de la civilización occidental. Pero resulta necesario preguntarse qué se ha hecho con su pensamiento en tanto Nietzsche fue sin duda el filósofo más leído del siglo xx –tanto en las cátedras como en un público general– y existe una “moda Nietzsche” (en particular a partir de la recepción francesa e italiana) que ha banalizado aspectos fundamentales de su obra para olvidarse por completo de otros.

Ahora bien, nos interrogamos en qué medida la fórmula nietzscheana de “la muerte de Dios" ha resultado significativa para el Zeitgeist actual, el espíritu de la época contemporáneo, sin perder de vista que esta concepción es inseparable de la de nihilismo que la completa y explicita. Queda por ver entonces cómo se circunscriben estas ideas en el pensamiento de Nietzsche, con qué otros elementos fundamentales se relacionan para poder penetrar en su significado y percibir en qué sentido se aplican a nuestros tiempos.



Fedor Dostoievski


El texto[1] que narra “la muerte de Dios” presenta el tono tremendo de un asesinato (“nosotros lo hemos matado”) en una escena en la que un loco frenético busca a Dios con una lámpara en el mercado y se encuentra con la indolencia de unos seres que " precisamente no creían en Dios", y entonces grita: “[…] lo más sagrado y poderoso que hasta ahora poseía el mundo sangra bajo nuestros cuchillos”.

Todo el clima del escrito anticipa el mercado (Markt) en el que Zaratustra iniciará su prédica en el encuentro con el que Nietzsche llama “el último hombre, lo más despreciable”. Así denomina a un conjunto de seres pequeños, mezquinos, cansados incluso para morir, que afirman: “Hemos inventado la felicidad”.[2] Se vanaglorian de la propia domesticación, de la ilusión del confort como mejor calidad de vida, de la prosperidad anunciada por la revolución industrial: “Han abandonado las comarcas donde era duro vivir”. La frase que sintetiza la sensibilidad de Nietzsche respecto de este nuevo modo de vida es contundente: “Todo se ha vuelto más pequeño [...] y esto se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud”.[3] Porque “la muerte de Dios” anunciada por Nietzsche no puede separarse del hombre que lo ha matado, del tipo de ser humano que habita en esta época. La última parte de Así habló Zaratustra enfatiza el hecho de que fue “el más feo de los hombres” el que mató a Dios; el hombre reactivo, decadente y resentido, que no está abierto a las fuerzas creativas, impera hoy en lugar de Dios.


Pero está claro que Nietzsche no siente que el proceso marcado por “la muerte de Dios” sea indeseable o negativo. Él lo manifiesta[4] en el apartado que justamente lleva el título “Qué es lo trae consigo nuestra alegría”: “El más grande y más nuevo acontecimiento - que Dios ha muerto, quela creencia en el Dios cristiano se ha vuelto increíble– comienza ya a arrojar sus primeras sombras sobre Europa [...]y estas primeras consecuencias no son en absoluto tristes ni oscurecedoras [...]”.

La matriz nietzscheana de la interpretación de la historia reside en la determinación de los valores y creencias que caracterizan a una época, y al ver que un edificio de hipocresía comienza a derrumbarse, Nietzsche no puede más que sonreír pensando en “todo cuanto tendrá que desmoronarse a partir de ahora, luego que se haya sepultado esta creencia, porque se había construido sobre ella, [...] por ejemplo, toda nuestra moral europea”. Y en este punto de su elaboración, Nietzsche augura una serie de “rupturas, destrucción, aniquilamiento” que valora positivamente como “una nueva aurora”. Ahora, un siglo después de la muerte de Nietzsche ¿ tenemos hoy noticias de “una nueva aurora”? Nos preguntamos en qué situación nos encontramos hoy, para plantear si los términos creados por Nietzsche son efectivos o simplemente hay que abandonarlos.

La expresión nietzscheana , su diagnóstico póstumo del tiempo que vendrá tiene el nombre de nihilismo, que él situó geográfica y temporalmente como “el nihilismo europeo de los próximos dos siglos”: “Lo que relato es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que ya no puede venir de otra manera: el advenimiento del nihilismo. Tal historia ya puede ser relatada hoy [...] para esta música del futuro ya están afinados todos los oídos [...]. ¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos se desvalorizan.”[5]

Y en este sentido preciso de que “los valores supremos se desvalorizan” sostenemos que la categoría de nihilismo[6] es muy acertada para describir el clima preponderante del siglo pasado y del momento actual, marcados por la ausencia total de un principio superior que pueda ser ordenador de la existencia humana. Aludimos al espíritu cultural de la época más que a un autor o un pensador determinado con el objetivo de marcar cuáles son los supuestos más habituales. Y de hecho hay que hablar de una ontología de predominio de lo inferior –es decir, una concepción de la vida en la que se entiende que algo es más real cuanto más bajo es– nacida en el horizonte de una visión del mundo en la que la noción misma de jerarquía está estigmatizada. Pues este es el punto nuclear, la Muerte de Dios instaura un sistema simbólico que se sostiene en la anulación de lo superior con un argumento típicamente nihilista, que puede expresarse así: “No hay superior ni inferior, ni alto ni bajo. La distinción misma carece de sentido porque todo lo considerado superior es la proyección de las más elementales necesidades y los más bajos deseos humanos”. De tal manera, la palabra jerarquía solo puede connotar una intención discriminatoria y despótica, pero la etimología recuerda su sentido profundo: jerarquía significa originariamente el poder (arkhé) de lo sagrado (hierós).Y cuando no hay una justa jerarquía en el conjunto de las creencias de una cultura, se atrofia el sentido para distinguir entre lo grande y lo pequeño en una nivelación hacia abajo de todas las cosas y una tergiversación respecto de todo lo valioso (They mistake bigness for greatness). Aunque en realidad siempre hay una jerarquía y en tiempos en que el principal conjunto de la intelectualidad europea y sus ecos mundiales –los referentes son tantos que no es necesario especificarlos– se posicionan en la destitución de todas las manifestaciones de lo sagrado con un discurso de la igualdad y la libertad propio de humanistas librepensadores, las desigualdades marcadas por la jerarquía económica crecen hasta signar un momento singular en la historia de la humanidad: nunca existió tanta acumulación de poder, nunca tanto hipnotismo colectivo en millones de seres que en un lapso minúsculo de tiempo son informados y deformados gracias al progreso impresionante de los medios de comunicación. Pero el valor superior que ordena el mundo es evidente y explícito, basta recordar en dónde está inscripto In God we trust. Mientras tanto la mentalidad reinante concluye que siempre fue así todo, que no se puede hablar de decadencia, ¿decadencia respecto de qué?, nunca hubo nada digno que pueda llegar a decaer.
La obliteración total de la existencia en el universo de algo superior a lo humano –un absurdo para todas las civilizaciones de la Antigüedad y del Oriente– encuentra su clave hermenéutica reductiva en la interpretación ab inferiore (por lo inferior) cuyos maestros son Marx, Nietzsche y Freud. Podemos situar esta actitud en Nietzsche como una inversión de la famosa expresión de Goethe:[7] “Todo lo perecedero es solo un símbolo (Gleichnis)”. A la que Nietzsche replica: “Todo lo imperecedero es también solo un símbolo”.[8] Mientras en la primera expresión, Goethe reproduce la fórmula analógica por excelencia “Como es arriba es abajo” (Sicut superius, inferius. Es la fórmula hermética de La Tabla de Esmeralda), advirtiendo que todo cuanto ocurre en la Tierra y en el tiempo es una manifestación, una epifanía de una dimensión latente (“La armonía inmanifiesta es más poderosa que la manifiesta”, dice una sentencia de Heráclito), la hermenéutica nietzscheana apunta a demoler el trasmundo (Hinterwelt) del espíritu, el otro mundo de la escatología cristiana y de la metafísica platónica en tanto uno y otro niegan el valor de este mundo en virtud de otro mundo verdadero. Y por lo que juzga que tienen en común –negación de la vida, desprecio del cuerpo, moralización de la existencia– Nietzsche afirma: “El cristianismo es platonismo para el pueblo”.[9] Por cierto muchas de estas palabras han sido poderosas y significativas en su momento pero han devenido clichés en virtud de su trivial reiteración. Porque el grito de Nietzsche en el siglo xix tuvo un profundo sentido en el marco de la cultura contemporánea en la que los términos habituales expresaban una religiosidad vacía y una moralidad hipócrita que se postulaban como parámetro universal de toda civilización frente a la barbarie (una actitud que por cierto continúa hoy patéticamente). Y en este punto, el ataque de Nietzsche continuó y a la vez criticó lo iniciado por la Ilustración[10] en la misma perspectiva que en la Antigüedad Clásica fue testimoniada por los sofistas. No hay que olvidar que a la sentencia de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”, el divino Platón respondió:[11] “El Dios es ciertamente para nosotros la medida de todas las cosas”. Pues en el siglo v a.C. aparecen por primera vez las creencias en el progreso y en la autonomía humana, como también los primeros en ser llamados ateos. En cambio hoy ser ateo es una característica de “la moral del rebaño”, aunque muchos prefieren llamarse “agnósticos” no siempre con precisión semántica sino para expresar un tibio titubeo que es la moneda más común. Ya en Demonios de Dostoievski, Kirilov dice de un personaje central: “Cuando Stravoguin cree, no cree que cree; y cuando no cree, no cree que no cree”. Falta la disposición visceral del creer, la fe que mueve montañas es reemplazada por una mente confusa que no cree ni en sí misma. Por eso resulta interesante recordar que en el uso más temprano la palabra ateo (átheos en griego) significa desprovisto de dios, es decir, carente del poder que concede la divinidad.[12] Alude no al hecho de que uno no cree en Dios sino que, por así decirlo, los dioses no creen en uno.
En la lectura de Nietzsche, “el Dios transmundano soporte de la moral cristiana” fue el producto de la evasión de una instintividad debilitada que se apartó asustada de la vida, y este Dios, reformulado por el Protestantismo y la filosofía moderna de Kant, sinónimo de rigorismo ético y convencionalismos vacíos, es el que hoy está muerto. Pero al morir no ha sido restaurada la potencia exuberante de la vida, no ha vuelto a sonar la flauta de Dioniso, sino que nos hemos quedado sin la ilusión de la trascendencia, sin tener acceso al mundo real. Este es el nihilismo y su oscuro sentido de pobreza espiritual está presente en pasajes centrales de Así habló Zaratustra, que revelan un sentimiento distinto de la alegría que antes comentábamos: “[...] y vi venir una gran tristeza sobre los hombres. Los mejores se cansaron de sus obras. Una doctrina se difundió y junto a ella corría una fe: ¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue! [...] estamos demasiado cansados incluso para morir”.[13] La expresión es clarísima, hay una nueva fe (Glaube), una fe en la falta de fundamento (ético, religioso, metafísico) porque toda creencia es suplantada por otra creencia y la que actualmente prevalece es la de: no hay fundamento. Lo que en sí mismo no deja de ser un nuevo fundamento, el fundamento de una fe imbécil, porque en su sentido originario la palabra imbécil significa lo que no tiene sustento, deriva del prefijo privativo in y baculum (apoyo). Pero en verdad se apoya en el cansancio que es su pathos básico, pues el éxito colectivo de la criticabilidad corrosiva de todas las cosas sólo puede tener lugar en una época crepuscular, de los seres cansados de la cultura del nihilismo europeo. Entre ellos la mencionada expresión del “último hombre”: “Hemos inventado la felicidad, significa ante todo: hemos progresado tanto que hemos descubierto que la vida no tiene sentido, solo queda la satisfacción de nuestros caprichos, que es lo único real”. Que esta pérdida de sentido –y de vigor– se interprete como una liberación es una gran ironía, algo que provoca la risa de los dioses, aquellos que según Séneca se complacen al ver las grandes acciones de los hombres. Porque el filósofo latino formuló una visión distinta de la de Kirilov:

“Nacemos con la sagrada obligación de soportar las cosas propias de los mortales y no dejarnos perturbar por lo que no está en nuestro poder evitar. Hemos nacido en un reino: obedecer a dios es libertad (deo parere libertas est)”.[14]


2) Un clima cultural característico del siglo xx


“El desierto está creciendo. Desventurado quien alberga desiertos.”
(“Entre hijas del desierto”, en Así habló Zaratustra)

Si el arte es reflejo de los mitos de la época, se advierte que gran parte de la literatura del siglo xx está transida de este sentimiento anticipado por Nietzsche. A este desierto se refiere T. S. Eliot como La tierra baldía tomando la expresión de la literatura artúrica. The Vaste Land es la tierra sin el santo Grial que como objeto simboliza la conexión con el mundo superior, y el suelo se vuelve yermo cuando no está en contacto con la gracia de Dios. En esta tierra de la poesía de Eliot habitan “los hombres huecos”, seres semejantes a los Vladimir y Estragon de la brillante creación de Samuel Beckett, ellos están Esperando a Godot (1952). Y Beckett se ocupó en enfatizar que si Godot fuese Dios (God), él lo habría llamado por su nombre. Pero como sus personajes, tampoco Beckett sabe quién es Godot, es la espera vana de un ser inane. En su obra Final de partida (1957) los dos personajes –un ciego y su lacayo– mantienen un diálogo con el sostenido efecto de verter la nada en el vacío: “Klov: ¿Crees tú en la vida futura? Ham: La mía lo ha sido siempre”.


Friederic Nietzsche


Y cuando el ciego le pide a su compañero que abra las ventanas para sentir la brisa con el aroma de los árboles, este le responde: “No hay más naturaleza”. No hay centro, ni horizonte, ni suelo, ni vida propia, solo un discurso de la mente consigo misma, en una profundización de la textualidad inaugurada por James Joyce cuyo Ulises es un espejo invertido de la épica del héroe solar así como el teatro de Beckett del “No hay más naturaleza” se construye en las antípodas de la tragedia griega, que es manifestación de un orden divino del mundo. Innumerables ejemplos podrían mencionarse respecto del ánimo que configura esta nueva fe, que tiene asimismo una estética marcada por el gusto por lo feo, incluso por la exaltación de los excrementos. Resulta realmente sintomático que los principales críticos de arte del mundo han recientemente elegido como la obra de arte más representativa del siglo xx un orinal de Marcel Duchamp[15] con argumentos teóricos que demuestran lo acertado de la elección. Incluso un filósofo en boga como Derrida, ha propuesto con éxito una interpretación excrementicia de la creación , en diálogo con Freud y Artaud: "La historia de Dios es la historia de la Obra como excremento"[16] . Pero tomar la deconstrucción de Derrida como digna continuación del pensamiento nietzscheano es olvidar por completo lo que Nietzsche clamaba en La genealogía de la moral: “No veo hoy nada que se encamine hacia algo grande”. Pues ninguno de sus epígonos más recientes se ha hecho eco de la altura del pensamiento nietzscheano –ni Vattimo, ni Foucault, ni Deleuze, para mencionar solo algunos – sino que han continuado los aspectos corrosivos que concluyen en la afirmación de la inmanencia. Pero si bien es innegable que este es un punto capital del pensamiento nietzscheano su comprensión de esta inmanencia es tanto más rica que la que ha quedado en sus continuadores que resulta dudoso que hablen de lo mismo. La circunscripción por parte de Nietzsche al campo de la vida como Voluntad de Poder se enraíza en la concepción de que la vida se entiende como “aquello que se supera siempre a sí mismo”[17] y por lo tanto va mucho más allá de lo biológico , la supervivencia o un hedonismo mezquino ; se despliega tanto en una ética heroica (por encima de toda moral domesticada) como en una dimensión cosmológica en la que la Voluntad (Wille) es omnipresente. Por otra parte, a pesar de su radical ateísmo, Nietzsche no ha cesado de referirse al dios Dioniso y al “monotono. teísmo” de una civilización que ha perdido el vigor de lo divino; y no obstante su destitución de cualquier instancia trascendente, toda la tercera sección de Zaratustra –dedicada al Eterno Retorno- culmina en el anhelo de Eternidad (Ewigkeit aparece continuamente en los textos referidos): “[...] mas todo placer quiere Eternidad, quiere profunda Eternidad”.[18] Se trata sin duda de una Eternidad terrestre (del sentido de la Tierra ) y de un dios afirmador del mundo que se manifiestan como un gesto explícito de destituir los valores y creencias del Occidente cristiano para reinstaurar los del antiguo mundo indoeuropeo.

La fecundidad del pensamiento nietzscheano radica en gran parte en la reunión de un espíritu despiadadamente crítico con la intuición creadora de imágenes de un altísimo horizonte, absolutamente perdido hoy en estos autores. Y en este punto de la cuestión resulta ineludible una mención del así llamado retorno de Dioniso, (o de lo trágico, o de lo sagrado griego) en la actualidad. Hay que recordar que la presencia de Dioniso en Nietzsche es continuación de las concepciones del Romanticismo alemán, en particular del poeta Hölderlin[19] y su anuncio del dios venidero. La médula del pensamiento romántico tendiente a restablecer la Unidad del origen, busca llenar el vacío de la escisión (Spaltung) que aparta al hombre de la Naturaleza y perpetúa esta fragmentación en su interior, y reencuentra a la Antigüedad con inspirados tonos nostálgicos. Bien conocida es su influencia en la primera elaboración de Nietzsche así como la resignificación de esta temática en el pensamiento de Heidegger, quien ha pensado con profundidad la cuestión del oscurecimiento de lo divino. Así en La carta sobre el humanismo (1949) después de marcar la más atávica disposición del ser humano, por la cual lo más próximo se convierte para él en lo más lejano, traduce de manera original un fragmento de Heráclito (fr. 119 DK): “El hombre en la medida en que es hombre mora en la proximidad de dios [in der Nähe Gottes]”.

Pero cae en el olvido total de lo que es lo más próximo y vive en la alienación (Entfremdung), por eso el preguntarse por lo sagrado, lo divino o por Dios no puede tener lugar desde el mismo lugar desde donde se discuten las habladurías de las últimas novedades, sino desde lo que llama Heidegger “el claro del Ser”.

No está en la presente exposición la posibilidad de detenerse en el pensamiento de Heidegger, pero no podemos dejar de mencionar que en la interesantísima entrevista –de la revista Spiegel, publicada póstumamente por su propio pedido– ante las intervenciones, no siempre lúcidas, de su interlocutor que le preguntaba acerca de cuál es la función de la filosofía en la transformación de la actualidad, Heidegger contestó que la filosofía solo podía prepararnos para estar atentos y dispuestos ante la llegada de un dios (“Sólo un dios puede salvarnos”), “el último dios” (al que se refiere en Aportes a la filosofía) porque “hemos llegado demasiado tarde para los dioses y demasiado temprano para el Ser, cuyo poema es el hombre”.[20]





El presente trabajo, esta incluído en la obra "La religión en la época de la muerte de Dios" compilado por el Lic. Leandro Pinkler en el año 2006, Editorial Marea. En el mismo, reunión 18 miradas sobre el tema de Dios. Pensadores, investigadores y psicoanalistas.

Ahora bien, todas estas sugestivas expresiones rociadas con el embriagador vino dionisíaco de las citas nietzscheanas han configurado la base de una literatura filosófica posmoderna de “regreso de lo trágico o de lo divino griego[21] –de mayor o menor impronta heideggeriana– que de manera autorreferencial anuncia un albor de una sacralidad tan polimorfa como vacua que no llegamos a comprender qué tiene que ver con la riqueza ritual y mitológica de las tradiciones helénicas consagradas por siglos de trasmisión colectiva, o con Esquilo, Sófocles y la expresión de la Cultura Trágica que Nietzsche mismo opuso a la Cultura Moderna de la que la llamada posmodernidad es una débil manifestación. Pero, en general, este fenómeno –como también el de la llamada New Age– remite a la incomprensión de lo que significan las religiones históricas que se constituyen como realidades en el decurso de una cultura determinada y resultan los auténticos canales de trasmisión de lo sagrado, que es necesario distinguir de cualquier moda cultural o hobby del espíritu. Por la misma razón resulta difícil encontrar algún asidero en la reflexión sobre Dios de los filósofos que se desentienden de los aspectos efectivos de la religión y su carácter de tradición.

3) Tradición y mundo moderno

Las críticas iniciadas por Nietzsche en torno de la civilización occidental se convierten en un tópico habitual en el momento histórico enmarcado entre las dos Guerras Mundiales en el denominado pesimismo cultural como puede atestiguarse por la edición en la década del 20 de La decadencia de Occidente de Spengler, Ser y tiempo de Heidegger, y El malestar en la cultura de Freud. A este momento pertenece la obra de René Guénon, (1886-1951), La crisis del mundo moderno (1927), que representa una crítica radical de la Época de la muerte de Dios desde una mirada distinta de la de Nietzsche, porque ante la pobreza espiritual del mundo moderno Guénon opone los principios de lo que él denomina “la Tradición”, como una civilización ordenada “desde lo alto y hacia lo alto”. Y denuncia que el mundo moderno occidental constituye una anomalía degradada de la vida del hombre sobre la Tierra, una inversión total del auténtico sitio del ser humano en el cosmos. Por el contrario, si se examinan las culturas de la Antigüedad y de aquellas que no han sido influenciadas por el Occidente –lo que es difícil situar hoy–, siempre se encuentra la concepción de la realidad como una Unidad escalonada en diversos niveles, de un orden divino del cosmos y de un ser humano que participa en él mediante su propia realización espiritual. Esta visión teofánica del hombre y del mundo constituye “la Unidad trascendente de las religiones” –como la llamó Frithjof Schuon posteriormente– pero fue desgastándose en la cultura occidental hasta no quedar nada de ella . Guénon sostiene en La crisis del mundo moderno, que el Occidente no es cristiano sino absolutamente antirreligioso, porque del auténtico núcleo sagrado del cristianismo originario no han quedado más que reliquias en el catolicismo, en sus símbolos y rituales pero no una verdadera calificación espiritual de quienes los practican. De todos modos, la única posibilidad de recuperación occidental reside en la revitalización de la Tradición del catolicismo mediante el esfuerzo de un grupo que posea la suficiente comprensión y conocimiento.




Exposición del Lic. Leandro Pinkler durante la "Semana Guenoniana de Buenos Aires - 2008", donde diserto sobre "Guenón y el Islam"


Es fundamental aclarar que la noción de Tradición que está operando en este pensamiento no tiene nada que ver con un conservadorismo sino que previene precisamente contra la esclerosis del mismo, porque la etimología misma de Tradición –de tra.ditio, que refiere a la acción de dar a través (de una cadena en el tiempo, como la llamada silsilah en el Sufismo)– enfatiza el carácter dinámico de la donación, lo que significa que un legado de conocimientos, símbolos y prácticas es continuamente reformulado sin alterar su carácter esencial (una construcción análoga tiene el término griego diadokhé, también el significado de la palabra hebrea Cábala es el de tradición).

A lo largo de toda su obra, Guénon se ha dedicado a señalar la índole antitradicional de las sociedades occidentales que han sufrido en la Modernidad un proceso acelerado de desacralización, manifiesto en los precisos rasgos que las definen: “El individualismo”, como negación de todo principio superior a la individualidad; “la ciencia profana”, que cuanto más ha progresado más se ha divorciado de una visión totalizadora y profunda para perderse en aplicaciones tecnológicas; “una determinación rudimentaria de la razón”, como consecuencia de la catástrofe metafísica que ha separado la razón de otras capacidades cognitivas que han quedado en el olvido; “una miseria simbólica de sus realizaciones culturales”; y consecuentemente “una visión materialista mezquina y una moralidad lisiada” incapaces de percibir la magnitud de la potencia divina en el mundo y el digno puesto asignado al hombre en esta organización en la que todo tiene un sentido. El camino emprendido por Guénon –riquísimo en experiencias y fecundo en sus producciones– se dirigió a la búsqueda de una Tradición viviente y la encontró en el Islam. Continuó su crítica al mundo moderno en una obra capital El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, publicada en 1945 después de años de pertenencia a una orden sufi. La potencia del escrito –que hoy puede resultar más asequible porque muchas cosas comentadas son más evidentes– desarrolla una visión del mundo moderno en dos etapas. A la primera la denomina Solidificación, caracterizada por la visión del mundo– inaugurada por la Modernidad - en la que la realidad se configura como materia inerte determinada en sus aspectos cuantitativos. La separación del orden humano respecto del cósmico tiene lugar en este momento, en el que la Solidificación –coagulatio– de toda potencia más sutil traerá como consecuencia la progresiva dependencia del ser humano respecto de las cosas, su propia cosificación. Y el segundo momento señalado por Guénon –que corresponde proféticamente a los procesos de la llamada Posmodernidad– es el de la Disolución (la solutio, porque ambas expresiones son propias de la alquimia): en ella la ilusión de seguridad que reinaba se ha disipado debido a la velocidad acelerada de acontecimientos de corrosivas consecuencias, y el hundimiento de las certezas del primer momento da lugar a una bizarra polimorfía, en la que todo tiende a contribuir con la confusión general.

La continuidad del pensamiento de Guénon encuentra una figura sigularísima en el italiano Julius Evola (1898-1974). Impregnado del pensamiento de Nietzsche, traductor de Bachofen y de Spengler, erudito conocedor de la tradición hermética, del budismo, del tantrismo, Evola ha llegado a producir una obra en la que el encuentro de Guénon con Nietzsche tiene como resultado una aguerrida radicalización, tal como queda manifiesta en Rebelión contra el mundo moderno (1934). La interpretación evoliana de Nietzsche –fundamentalmente la de Cabalgar el tigre (1961)– enmarca el problema de la Muerte de Dios con elocuentes términos: “Cae la ‘epidermis moral’ de un Dios que se había convertido en un opio […] caen un conjunto de conceptos que en Occidente cristiano eran imprescindibles para cualquier ‘verdadera’ religión –el dios personal del teísmo, la ley moral con las sanciones del paraíso y el infierno, la restringida concepción de un orden providencial y de un finalismo ‘moral y racional’, la actitud de la fe de base puramente emotiva, sentimental y subintelectual [...]. Pero el núcleo esencial de las doctrinas tradicionales permanece invulnerado, inaccesible a todos los procesos nihilistas”.

De tal manera Evola aunque por un lado coincide con la actitud nietzscheana típica de que “a lo que cae hay que ayudarlo a caer empujándolo” y en este sentido perpetúa la actitud crítica y “racional”; por el otro, llevado por su conocimiento, sostiene enfáticamente el carácter perenne de las concepciones tradicionales, que constituyen los núcleos sapienciales de las religiones y de las enseñanzas filosóficas de la Antigüedad y del Oriente. Estas son absolutamente distintas de las cristalizaciones dogmáticas y las sentimentalidades ignorantes fácilmente refutables por los críticos escépticos, que habitualmente las desconocen o tergiversan en el infantilismo o la grosería de una interpretación literal. Este conjunto de enseñanzas constituye una Gnosis en el pleno sentido de conocimiento,[22] en la que las concepciones de Dios, del Mundo y del Hombre se desarrollan en su legítima y profunda complejidad. Cualquier mención sucinta de estas fuentes será necesariamente parcial, pero piénsese solamente –si nos ceñimos a Occidente– en los comentarios del Antiguo Testamento en la Antigüedad, en los textos del Sepher Yetsirath y del Zohar, en las elaboraciones del gnosticismo que hoy conocemos gracias a la Biblioteca de Nag Hammadi, en las profundidades alcanzadas por la tradición islámica (los Hadices del Profeta, Avicena, Al Ghazali, Ibn Al Arabi), en los escritos del Corpus Hermeticum, del neoplatonismo, de la riqueza de la filosofía medieval, y en general de la interpretación exegética de las Sagradas Escrituras (Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán). Si se abreva de estas fuentes, se comprueba la riqueza simbólica de sus contenidos, carentes del antropomorfismo simplificador al que ha sido rebajado el concepto de lo divino.

Ahora bien, siempre existe una visión del mundo –una Weltanschauung– como un plexo de creencias y valores que constituyen la interpretación de la vida. Y en ella existen tres significados básicos inescindiblemente entramados: Dios-Mundo-Hombre.[23] Por ejemplo, la concepción epifánica de los dioses griegos y de una naturaleza ominabarcante –Phycis– conlleva la del carácter heroico de la realización humana; la semítica de un Dios trascendente lleva a la de un ser humano siervo de Dios que no se arrodilla ante nada de este mundo. Y la de Muerte de Dios no ha producido más que la del carácter de un ser humano fragmentado. Por eso Evola ha podido afirmar: “Ningún Dios ha jamás atado al hombre [...]. Desde hace un cierto tiempo buena parte de la humanidad occidental considera como algo natural que la existencia se encuentre privada de cualquier verdadero significado por lo cual se ha dedicado a vivirla de la manera más soportable [...]. Ello tiene como contrapartida una vida interior siempre más reducida, informe, lábil y fugaz, una creciente disolución de toda rectitud y cualidad de carácter. Como dice un personaje de Hemingway: Opio para el pueblo es la religión. Y hoy la economía es el opio del pueblo, junto al patriotismo ¿Pero el sexo no es el mejor opio para el pueblo? Sin embargo entre los opios, el de la bebida es soberano, aun hay quien prefiere la radio, que es el opio más barato”.[24]

Y es innegable en este punto el progreso conseguido en los opios cada vez más al alcance de todos, lo que evidencia que la Ilusión es estructural del ser humano y la sugestionabilidad impera en todos los órdenes, no fue monopolio de la religión. Por el contrario, la concepción fundamental que encontramos en los testimonios tradicionales manifiesta que el ser humano está dormido, pero puede despertar. Son necesarias prácticas continuas y la intención sostenida de despojarse de los velos, de los folículos de cebolla que nos hacen impermeables a toda otra influencia distinta de nuestra idiotez. Porque como lo ha expresado soberbiamente Heráclito: “Aunque todas las cosas ocurren de acuerdo a este Logos, la mayoría vive como poseyendo una inteligencia particular (idían)”. (Fr. 2 DK)

“Para los despiertos existe un único mundo común, en cambio los dormidos se vuelve cada uno al suyo particular (ídion).” (Fr. 89 DK)

El carácter de lo particular –ídion– revela el idiotismo atávico del ser humano que se contenta ante todo con su propia visión subjetiva y no percibe el logos que representa el orden divino del mundo. Por el contrario, desde su pequeña burbuja es capaz de juzgar de todo y de todas las cosas.

Es necesario tener presente esta distinción entre mundo tradicional y mundo moderno, sea cual sea el posicionamiento particular ante la cuestión, porque en la actualidad impera –como lo ha señalado Carl Jung en tantas oportunidades– una tremenda pobreza simbólica inmersa en una enorme saturación de imágenes sin sentido. Y las construcciones simbólicas de una cultura son precisamente las que pueden ampliar el horizonte de comprensión del ser humano enriqueciendo su perspectiva particular e inmediatista. Que las tradiciones religiosas –en el sentido amplio que incluye también los elementos filosóficos y mitológicos– son el tesoro simbólico de la humanidad, ha sido el acuerdo que ha podido reunir a los principales estudiosos del siglo xx en el Círculo Eranos: R. Otto, H. Corbin, M. Eliade, J. Campbell, K. Kerényi, G. Durand, G. Scholem, H. Zimmer y tantos otros, a los que es imprescindible acudir como puertas de entrada a la fuente inagotable de la Tradición. Asimismo la obra de Guénon fue especialmente continuada con profundidad por M. Lings, F. Schuon y T. Bukhardt, y el espectro de los estudios tradicionales se amplió incluyendo a eruditos de la dimensión de E. Zolla, G. Durand y F. García Bazán.


4) El horizonte actual

Todo lo expresado hasta el momento concierne evidentemente a una dimensión colectiva en términos que a muchísimos puede no resonarle a nada y no pretende ser un diagnóstico que se aplique a cada ser individual. Por eso mismo importa dar una última perspectiva del estado actual de la Época de la Muerte de Dios en momentos en que muchas de las condiciones mencionadas se han exagerado, refiriéndose a dos signos singulares de la actualidad: la reciente prohibición en Francia de la exhibición de cualquier símbolo religioso en la indumentaria de los estudiantes, siempre en defensa de la libertad, es un ejemplo preciso de una civilización antitradicional que tiene como sombra temida a la cultura del Islam. Así lo muestra el libro de Oriana Fallaci que tiene el título La fuerza de la razón, en el que a la hora de defender los valores de Occidente más bien ayuda a destrozarlos con la ignorancia que demuestra y lo burdo de sus argumentos. Pero lo que no se puede dejar de citar, porque es una marca clara de lo que queremos enfatizar, es que se proclama: cristiana atea, en nombre de la razón, mientras profesa un total antisemitismo –en el sentido propio del término, porque también los árabes son semitas–, que hoy es políticamente correcto. La complejidad de la dimensión que enmarca los gestos mencionados no nos distrae del hecho de que la principal aversión que se siente ante el Islam en la Época de la Muerte de Dios deriva de que en esta cultura cientos de millones de seres humanos en las cinco oraciones diarias repiten continuamente: ¡Allahu Akbar! ¡Dios es lo más grande!

* Leandro Pinkler es argentino, Prof. de Lenguas y Cultura Griegas de la Universidad de Buenos Aires. Es director del Centro de Estudios Ariadna (www.elhilodeariadna.org), co-director de la publicación "El Hilo de Ariadna", especialista en la obra de F. Nietzsche, René Guénon y otros autores de la corriente de pensamiento tradicional.
NOTAS:

[1] F. Nietzsche: La ciencia jovial, 125.
[2] Nietzsche: “Prólogo”, en Así habló Zaratustra.
[3] Nietzsche: “De la virtud empequeñecedora”, en Así habló Zaratustra.
[4] Nietzsche: La ciencia jovial, 343.
[5] Nietzsche: Fragmentos Póstumos, 8, 11 [411]; 8, 9 [35].
[6] La noción de nihilismo es considerada ambigua por el mismo Nietzsche en el marco de los fragmentos citados: existe, entre otras distinciones, la oposición entre un nihilismo activo y uno pasivo. Para la relación entre la Muerte de Dios y el nihilismo, así como para la discusión del significado de este, ver Martin Heidegger: "La frase de Nietzsche Dios ha muerto" (Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1995). El texto de E. Jünger, Sobre la línea, dedicado a Heidegger en su 60 aniversario, muestra una brillante comprensión de la cuestión (Ernst Jünger y Martin Heidegger: Acerca del nihilismo, Barcelona, Paidós, 1994).
[7] Goethe: Fausto, v. 12.104.
[8] Nietzsche: “De los poetas”, en Así habló Zaratustra.
[9] Nietzsche: “Prólogo”, en Más allá del bien y del mal.
[10] Para una exposición lúcida de esta cuestión ver Silvio Maresca: Nietzsche y la Ilustración, Buenos Aires, Alianza, 2004.
[11] Platón: Las Leyes, 716 c.
[12] Sófocles: Edipo Rey, v. 1.360.
[13] Nietzsche: “El adivino”, en Así habló Zaratustra.
[14] Séneca: De vita beata 15, 7.
[15] La célebre obra denominada Fuente (de 1917) fue considerada la más influyente del siglo xx por más de quinientos críticos reunidos en noviembre del 2004 (de acuerdo a The Sunday Times) por haber determinado el arte conceptual y las vanguardias posteriores. Hay que recordar que Duchamp presentó este objeto –que había comprado en una subasta– en una muestra en Manhattan con la actitud de reírse del esnobismo norteamericano que tomaba todo lo europeo como el gran arte.
[16] La escritura y la diferencia (1978)., Madrid, Anthropos, 1989, p.250.
[17] Nietzsche: “De la superación de sí mismo”, en Así habló Zaratustra.
[18] Nietzsche: “La segunda canción del baile”, en Así habló Zaratustra.
[19] También de la elaboración mitológica de Friedrich Creuzer. Para una presentación de estos contextos ver Manfred Frank: El dios venidero. Lecciones sobre la nueva mitología, Barcelona, Serbal, 1994 y Dios en el exilio. Lecciones sobre la nueva mitología, Madrid, Akal, 2004.
[20] M. Heidegger: Aus der Erfahrung des Denkens, 1947. La expresión: “Llegamos demasiado tarde” (Wir kommen [...] zu spät ) ya se encuentra en el poema Patmos de Hölderlin. Para una exposición del pensamiento de Heidegger v. la exposición de D. Picotti en el presente volumen y la mirada crítica de F. García Bazán en Ausencia y presencia de lo sagrado en Oriente y Occidente, pp.149 ss.
[21] Como un ejemplo puede verse la optimista prosa de Teresa Oñate: El retorno griego de lo divino en la posmodernidad, Madrid, Aldebarán, 2000, con un epílogo de G. Vattimo.
[22] Diferente de la expresión Gnosticismo (que se circunscribe a la elaboración cristiana desde el Congreso de Mesina), para un tratamiento exhaustivo de la cuestión ver Francisco García Bazán: Aspectos inusuales de lo sagrado, Madrid, Trotta, 2001.
[23] La relación no es de mi invención sino habitual en el estudio de culturas y épocas, ver por ejemplo K. Löwith: El hombre en el centro de la historia, Madrid, Herder, 1998, p. 263.
[24] Julius Evola: Cabalgar el tigre, Buenos Aires, Heracles, 1999, p. 38.

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